Cenicienta y su zapato de cristal; sólo ella lo podía calzar con su delicado piececito.
Calzado como símil de los atributos sexuales, femeninos y masculinos: robustez, agudeza, tacto, estructura, color. Coge un zapato tuyo y tócalo, huélelo, rózalo por tu mejilla, introduce la mano en su interior, pasa los dedos por sus costuras. Obsérvalo: su punta, sus cantos, su tacón. Enamórate de él, mete el pie, póntelo, poséelo. Son tuyos. Son de tu poder; son una extensión de ti. Cómo te sientan; cómo caminas con ellos; la seguridad que te producen.
Ya lo dijo Freud: es el típico objeto fetichista. Un objeto que te puede excitar con sólo mirarlo.
¿Y los pies? Esas formas redondeadas, las cavidades entre los dedos, la curvatura de la planta, la pendiente del empeine, las uñas duras, suaves, el movimiento. Extremadamente sensuales, mucho más de lo que te puedes imaginar.
Esto no es de ahora, viene de lejos:
– Allá en el Imperio Romano hubo un senador, Lucius Vitellus, quien llevaba siempre consigo, bajo su túnica, la zapatilla del pie derecho de su amante. La sacaba en público sin ningún tipo de prejuicio y la llenaba de besos. (Sólo de pensarlo se me enternece el corazón. Imagínate la cara de los allí presentes).
– La altura en los pies siempre ha sido motivo de escándalo. Los chapines fueron un tipo de calzado que se usó en varias épocas y culturas. Eran unas altísimas plataformas en las que se introducían los pies calzados con otras zapatillas lujosas. Su función era proteger éstas del barro de las calles. Pues bien, los chapines también estaban profusamente decorados con pinturas, incrustados de oro y plata y forrados con ricas telas de brocado, aunque se fueran a ensuciar. En el siglo XV el arcipreste de Talavera los criticó severamente, refiriéndose a sus usuarias como «mujeres desvergonzadas que llevaban unos chapines casi tan altos como la distancia entre el pulgar y el índice extendidos». Aunque algunas opiniones eclesiásticas pensaron favorablemente de los chapines: con semejante altura era más difícil salir a la calle y disminuían así las ocasiones de pecar. (Lo que me conduce a pensar: si las mujeres no se podían desplazar para visitar a su amante, sería el amante el que fuera a su encuentro. Un poco inocente pensar así).
– Las polainas, curiosos zapatos masculinos con exorbitadas puntas (extraordinariamente largas y torcidas hacia arriba), tuvieron fama de amorales por su posible interpretación fálica. Este tipo de extravagante calzado estuvo vigente, increíblemente, tres siglos, desde el XII al XV. Cuando te digo zapatos de punta extraordinariamente larga no exagero: lo era tanto que se tenía que sujetar su extremo con una cadenita a la rodilla para que se mantuviera erecta. Hasta llegó a limitarse su longitud por decreto real.
– En los siglos XVI y XVII los alfareros de Faenza y Florencia (Italia) crearon unas cerámicas en forma de zapato femenino. Llenándolas de arena caliente o agua hirviendo (o vino o licor), los caballeros apretaban esos zapatos de mujer entre sus manos para calentarse; y bebían los licores de su interior con una pajita. Un bonito regalo de bodas con doble intención 😉 Asimismo en Schoenenwerd (Suiza) poseían una colección de recipientes para beber en forma de zapatos de señora, de tamaño real, de cuero, estaño o plata dorada. En las reuniones solemnes se pasaban estos vasos de mano en mano.
Algunos viudos inconsolables transformaban el último par de zapatos de sus esposas en cubiletes para beber, en las que inscribían en plata dorada: «No quiere otra».
Beber del zapato de su amada, la manera más apropiada de demostrar un caballero su pasión y fidelidad.
– En el Barroco del siglo XVII, el canónigo Matthesius de Nuremberg, clamaba contra la embriaguez y contra el recipiente incitante en el que se bebía, cómo no, en forma de zapato femenino.
En los escaparates de los zapateros barrocos se podían leer algunos consejos, uno de ellos: «El zapato que lleva el pecado no debe ser muy apretado», acompañado de la ilustración de una joven con aparentes costumbres frívolas que dejaba ver un pie magullado por llevar un calzado demasiado estrecho. (Por lo visto, invariante a lo largo de los siglos, parece ser que una mujer era pecadora si salía a buscar a sus amantes, no al revés. O es que no existían hombres pecadores y por lo tanto no salían en busca de amantes… Sí, era eso).
– El Rococó del siglo XVIII, en las Memorias de España de Madame d’Aunoy se registra: el favor más grande que una amante puede otorgar a su enamorado, además de su persona, sería ofrecer el pie a sus miradas. Descubriéndolo y mostrando su zapato, la mujer se revelaba por entero. (Increíble imaginación extrema).
A principios del siglo XIX, los periódicos de moda incluían patrones para que las damas confeccionaran pantuflas. Los caballeros que las recibían entendían que se trataba de una discreta invitación: si el caballero las lucía en público daba a entender que había dado el primer paso hacia el altar. (Emocionante. Ahora, como no las llevara, fuerza hercúlea para sobreponerse al desplante).
Y para finalizar, en la época galante: «La mayor prenda que una enamorada puede dar a su amante es mostrarle el pie y los zapatos». (Me imagino los ojos como platos de los novios mirando hacia abajo, y las chicas con sonrisa pícara jaja).
Cúidate y mima mucho tus pies y los zapatos que elijes. Después de este rápido recorrido por la historia te habrás percatado de la importancia sublime que tienen.
Yo soy Gema Vicedo y Ella es Gabriel.
mara dice
Hola
Gema Vicedo dice
Hola Mara 🙂